Mientras el mundo pide acción climática urgente, el crecimiento silencioso del gasto militar global suma una amenaza poco visible pero cada vez más grave. Solo el rearme de los países miembros de la OTAN podría añadir casi 200 millones de toneladas de CO₂ al año, el equivalente a sumar un país como Pakistán al presupuesto de carbono mundial.
Las fuerzas armadas ya representan alrededor del 5.5% de las emisiones globales, pero estas cifras rara vez aparecen en los compromisos climáticos. La fabricación de armas, el despliegue de tropas y la operación de equipos militares dejan una huella de carbono gigantesca, mientras los presupuestos destinados a sostenibilidad y cooperación internacional se reducen o se desvían.
El dilema es claro: al priorizar la seguridad militar, los gobiernos están comprometiendo su seguridad climática a largo plazo. Sequías, crisis alimentarias y migraciones forzadas —efectos del cambio climático— se convierten en nuevos factores de conflicto, cerrando un ciclo donde guerra y crisis ambiental se retroalimentan.
Además, el gasto militar impide avances estructurales en descarbonización. Países como Francia o Reino Unido han reducido fondos climáticos para aumentar sus presupuestos de defensa, una decisión que compromete no solo el planeta, sino también la credibilidad global.
A pesar de que la OTAN ha sido el foco de estudio por su nivel de transparencia, esta es una tendencia mundial: más de 100 países aumentaron su militarización en 2023. En América Latina, Asia y África, la falta de datos agrava el desafío. Sin una contabilidad verde de las guerras, el impacto real sigue siendo una incógnita.
El costo ambiental de la guerra no puede seguir siendo ignorado. La paz no es solo un objetivo moral, también es una condición para la sostenibilidad. Mientras las emisiones militares sigan fuera del debate climático, toda meta ambiental será, en el fondo, una promesa incompleta.
