Por Rosa Marta abascal Olascoaga / VP nacional RSE Coparmex
Imagina una sociedad donde los hombres pueden acompañar a sus hijos en sus primeros pasos y estar en las juntas de padres de media mañana; donde las mujeres no tienen que elegir entre desarrollarse profesionalmente o cuidar a sus padres ancianos; donde las personas enfermas reciben atención digna sin que sus familias tengan que empobrecerse para proveerla.
Ese país aún no es México. Pero puede serlo. Y el primer paso es construir, entre todos, un Sistema Nacional de Cuidados Integral, corresponsable y justo.
La conmemoración del Día Nacional de la Integración Trabajo-Familia el pasado 1 de junio, nos invita no solo a reafirmar los avances, sino a reconocer las deudas pendientes y a transformar el enfoque: ya no hablamos de balance, como si la familia y el trabajo compitieran entre sí y en la balanza de la vida ocuparan el mismo espacio. Hablamos de integración, porque las personas somos una sola, y lo que sucede en casa impacta en el trabajo, y lo que vivimos en el trabajo transforma nuestra vida familiar.
Hoy más que nunca necesitamos un cambio cultural de raíz que nos convoque a todos: gobierno, empresarios, sindicatos, organizaciones de la sociedad civil, comunidades religiosas, academia y ciudadanía. No es un asunto solo de mujeres ni de políticas públicas aisladas. Es un deber social colectivo. La Doctrina Social de la Iglesia lo señala con claridad: “La familia es la célula vital de la sociedad” y “la justicia social no puede realizarse si no se respetan los derechos de la familia”.
El cuidado de los niños, de los enfermos, de las personas con discapacidad, de los adultos mayores, no puede recaer exclusivamente en los hogares. Hoy sabemos que cuando una madre deja el trabajo por falta de guardería, toda la sociedad pierde. Que cuando un hombre se siente obligado a no tomar licencia de paternidad, o no puede asistir a la clase pública de su hijo, se le priva de una experiencia esencial; que cuando una hija abandona su formación profesional para cuidar a su padre con demencia, estamos hipotecando su futuro y el nuestro.
Un sistema de cuidados robusto, como lo han construido países como Francia, Chile o Uruguay, articula servicios públicos, apoyos privados, mecanismos comunitarios y políticas laborales dignas. No se trata solo de estancias infantiles o asilos, sino de garantizar tiempo, infraestructura y recursos para cuidar y ser cuidados a lo largo de la vida.
El cuidado de los niños, de los enfermos, de las personas con discapacidad, de los adultos mayores, no es un asunto solo de mujeres ni de políticas públicas aisladas.
En el corazón de este esfuerzo está la corresponsabilidad. Las empresas que reconocen esta dimensión humana logran mayor retención de talento, mejor clima organizacional y colaboradores aún más comprometidos. Iniciativas como “Empresa Contigo”, con sus ejes en salud, salario digno, educación y diversidad, ya están transformando entornos laborales y vidas familiares. Porque cuidar no es un lujo, es una inversión ética, económica y social.
Los empresarios estamos llamados a ser agentes de transformación, y los gobiernos deben generar las condiciones para que ninguna persona quede excluida por cuidar. Un verdadero sistema nacional de cuidados debe tener rostro humano, corazón solidario y mirada de futuro. Debe ser flexible para las microempresas y exigente con las grandes. Y debe poner en el centro no a las utilidades económicas, sino a la dignidad de todas las persona.
No habrá justicia sin cuidados. No habrá igualdad sin integración trabajo-familia. No habrá país próspero si no somos capaces de organizarnos para cuidar.
Y sí, es posible. Ya hay quienes lo están haciendo. Ahora toca tejerlo juntos, con escucha, diálogo y compromiso compartido. Porque un país que cuida es un país que crece.



