Durante años, la letra “S” en los criterios ESG (medioambientales, sociales y de gobernanza) ha sido la más difícil de definir y cuantificar. Mientras los avances en sostenibilidad ambiental y gobernanza corporativa se han apoyado en métricas claras —como la reducción de emisiones de CO₂ o la adopción de mejores prácticas anticorrupción—, lo social ha permanecido en gran medida en el terreno de las buenas intenciones o las iniciativas filantrópicas. Sin embargo, en el sector de la construcción y el desarrollo urbano, esta ambigüedad ya no es tolerable: los edificios y las ciudades existen para las personas, y sus promotores deberán demostrar el valor concreto que aportan a las comunidades que los habitan y atraviesan.
Hoy, más del 90 % de las empresas del S&P 500 incluyen información ESG en sus reportes anuales, pero pocas traducen la “S” en indicadores alineados con el valor financiero de sus activos inmobiliarios. Para inversionistas y usuarios finales, el rendimiento de un proyecto ya no se mide únicamente en metros cuadrados comercializados o en tarifas de renta; también pesa la incorporación de criterios de inclusión, salud comunitaria, generación de empleo local y cohesión social.
Este viraje responde, en buena medida, a la presión del capital. Según encuestas globales, más del 80 % de los inversionistas reconoce la posibilidad de obtener retornos competitivos al integrar resultados sociales y ambientales, y el 59 % planea aumentar su asignación a activos sostenibles en el próximo año. En la práctica, esto significa que un desarrollo que no demuestre un impacto social medible puede perder acceso a financiamiento o enfrentar descuentos en su valuación.
La gran apuesta ahora es desentrañar lo que antes se consideraba intangible. Conceptos como bienestar, equidad o sentido de pertenencia deben traducirse en esquemas de medición que acompañen al ciclo de vida de los edificios. Aquí entra en juego BREEAM, la metodología de certificación con más de 30 años de trayectoria que ha incorporado criterios sociales al evaluar proyectos. Al incluir indicadores sobre salud, confort, accesibilidad y participación comunitaria, BREEAM demuestra que el valor social se puede y se debe medir con la misma rigurosidad que el ahorro de energía o la gestión de residuos.
Los beneficios no tardan en reflejarse en los estados financieros. Estudios de Savills muestran que los inmuebles con certificaciones que incluyen la dimensión social obtienen primas de hasta 12 % en venta residencial y hasta siete veces más ingresos por renta de oficinas. Más allá de cifras puntuales, estos activos retienen con mayor eficacia a sus ocupantes, reducen la rotación y mejoran la reputación de sus administradores.
Un ejemplo paradigmático es 22 Bishopsgate en Londres, calificado como “pueblo vertical” por su enfoque integral. Más de 9 300 m² de espacios se destinan a usos comunitarios que fomentan la salud y la inclusión: desde gimnasios gratuitos hasta salones de apoyo para emprendedores locales. Alimentado con energía 100 % renovable, este rascacielos no solo ha logrado rentas premium, sino que ha generado un impacto socioeconómico valorado en más de mil millones de libras para el distrito.
Para replicar casos como este en América Latina, la industria debe adoptar una visión similar: abandonar la idea de que lo social es un extra y entenderlo como el núcleo del valor en el entorno construido. Al diseñar desde el inicio con criterios de accesibilidad, diversidad y participación vecinal, los desarrolladores y los gobiernos locales pueden anticiparse a regulaciones más estrictas y captar a un consumidor cada vez más consciente.
La transición exige tres pasos concretos: primero, integrar la “S” de ESG en el diseño, no como una capa final, sino como un requisito previo al proyecto; segundo, establecer mecanismos de monitoreo continuos que midan variables sociales —como empleo local generado, satisfacción de los usuarios o reducción de brechas de acceso a servicios—; y tercero, comunicar esos resultados con transparencia, evitando el greenwashing social y fortaleciendo la confianza de inversionistas y comunidades.
La urgencia es clara: los desafíos urbanos de nuestro tiempo —desde la desigualdad hasta la salud pública— demandan soluciones de largo plazo que pongan a las personas en el centro. La “S” de ESG no puede seguir siendo la letra olvidada del acrónimo. Convertirla en una ventaja competitiva significa construir ciudades y edificios no solo inteligentes y ecológicos, sino profundamente humanos, donde la calidad de vida sea tan prioritaria como el retorno financiero. Solo así la ciudad del mañana será verdaderamente sostenible y capaz de prosperar en equilibrio con su sociedad.



