La crisis climática dejó de ser una amenaza a futuro y se manifiesta hoy como un problema de salud pública global. De acuerdo con un estudio reciente de Climate Trace, la quema de combustibles fósiles expone a por lo menos 1,600 millones de personas a contaminantes tóxicos que afectan su bienestar y aumentan los riesgos de enfermedad.
Un impacto que trasciende el calentamiento global
El informe, citado por The Guardian, precisa que aunque el dióxido de carbono es el principal gas derivado de carbón, petróleo y gas, su efecto más grave no radica en la toxicidad directa, sino en su capacidad de acelerar el calentamiento global. Lo más preocupante son las partículas finas PM2.5, resultado de la combustión, que penetran en los pulmones y en el sistema circulatorio.
La exposición prolongada a estas partículas se asocia con problemas cardiovasculares, cáncer y enfermedades respiratorias crónicas. El riesgo se amplifica en grandes urbes donde la densidad poblacional convierte la contaminación en una amenaza cotidiana e invisible.
Ciudades atrapadas en el aire tóxico
El análisis de Climate Trace identifica a 900 millones de personas que viven en zonas cercanas a los llamados superemisores: centrales eléctricas, refinerías y puertos con altos niveles de liberación contaminante. Ciudades como Karachi, Guangzhou, Seúl y Nueva York figuran entre las más afectadas.
La herramienta, basada en satélites y sensores, permite rastrear con precisión la localización de estas emisiones, haciendo evidente la correlación entre instalaciones industriales y el deterioro de la salud pública. Según Al Gore, cofundador de la coalición, esta crisis silenciosa provoca 8.7 millones de muertes prematuras al año.
Políticas insuficientes y contradicciones
En Estados Unidos, la respuesta institucional ha sido objeto de debate. Durante la administración de Donald Trump, varios programas climáticos federales fueron eliminados, debilitando a la Agencia de Protección Ambiental. Aunque se reconoce el problema de la contaminación, los avances regulatorios han sido limitados y, en muchos casos, contradictorios con los compromisos internacionales.
El caso estadounidense refleja un dilema común: mientras se admite la magnitud del desafío, los recursos asignados y la voluntad política resultan insuficientes para reducir las emisiones.
Una responsabilidad compartida
El reto no se circunscribe a los países industrializados. Cada nación que depende de los combustibles fósiles aporta al deterioro ambiental. Sin embargo, las diferencias en capacidad económica y en infraestructura tecnológica marcan la brecha entre quienes pueden responder con mayor rapidez y aquellos que enfrentan vulnerabilidades más profundas.
La Asamblea General de la ONU y cumbres como la próxima COP30 en Brasil se perfilan como espacios cruciales para establecer compromisos vinculantes. Sin embargo, los expertos advierten que, sin mecanismos claros de verificación y sanción, las declaraciones de intención seguirán siendo insuficientes.
Empresas y sociedad civil, actores clave
El estudio también pone sobre la mesa el papel de las compañías privadas y la necesidad de que la responsabilidad social corporativa trascienda los programas de reducción de huella ambiental. Se espera que las empresas lideren la transición hacia modelos de producción sostenibles que prioricen la salud de las comunidades.
Por su parte, organizaciones civiles y ciudadanos cuentan ahora con herramientas como el mapa de Climate Trace para exigir mayor rendición de cuentas a gobiernos y corporaciones, al disponer de datos verificables y accesibles sobre las fuentes de emisión.
Del diagnóstico a la acción
La cifra de 1,600 millones de personas en riesgo revela un vínculo innegable entre cambio climático, contaminación del aire y salud pública. Para los especialistas, apostar por energías limpias, reforzar regulaciones y acelerar la transición energética ya no es solo una política ambiental, sino un acto de justicia social.
El costo de la inacción —advierten— será mucho más alto que el de cualquier inversión en mitigación y transición energética. Lo que está en juego no es únicamente la estabilidad del planeta, sino la calidad de vida y la supervivencia de comunidades enteras.



