Tal vez la IA no vino a quitarnos los empleos, sino algo más íntimo: la incomodidad, el desencuentro, el silencio que obliga a la conversación y al contacto.
Durante siglos, la tecnología fue la promesa del hacer: máquinas para producir, artefactos para calcular, objetos para trasladarnos. Hoy, en un giro sutil pero decisivo, la promesa es otra: sentirnos acompañados. En un mundo hiperconectado pero desvinculado, la inteligencia artificial ha encontrado su nicho más insospechado: la soledad.
Ya no se trata de optimizar la vida, sino de llenarla con presencias simuladas. Chatbots que escriben como si te comprendieran, asistentes que te desean suerte al iniciar el día, réplicas digitales de seres queridos fallecidos que puedes visitar como a un mentor emocional. El mercado de las “companion AIs” crece más rápido que el de los robots industriales.
Existen ya apps que simulan ser tu mejor amigo o tu pareja ideal. Por 9.99 dólares al mes, puedes suscribirte al afecto digital incondicional. Y no es casual: el amor real es imperfecto, las amistades humanas traen incomodidades, y el conflicto es inevitable. ¿Quién quiere verdades cuando puede pagar por halagos?
En Japón, con una mezcla de fascinación y alarma, vemos cómo hay quienes se casan con hologramas. Hologramas que nunca discuten, ni interrumpen, ni juzgan. Todo indica que la convivencia ideal, hoy, consiste en no convivir del todo.
Podríamos pensar que esto es solo una derivación lógica del portafolio digital. Pero hay algo más profundo: la IA no solo responde a necesidades funcionales, sino a carencias afectivas. Nos devuelve el eco de lo que hemos perdido: atención, escucha, afecto sin condiciones. Eso sí, con una voz femenina medida a 72 bpm y una sintaxis impecable.
La paradoja es evidente. Mientras se multiplican nuestros contactos virtuales, disminuye nuestra capacidad emocional para sostener una conversación real. En un café, dos amigos consultan sus teléfonos cada tres minutos como si esperaran una señal divina. Ninguna interacción humana compite con la dopamina súbita de un “me gusta” o con una IA que te dice “buenos días” sin importar si tienes mal aliento.
La pregunta no es si esto es útil —porque lo es—, sino si es deseable. ¿Qué dice de nosotros que preferimos la compañía de una IA antes que la de otro ser humano? ¿Qué tipo de vínculos estamos dispuestos a delegar con tal de no sentirnos solos?
Quizá la IA no vino a reemplazarnos, sino a reemplazar la incomodidad, la fricción, el silencio. Y en ese proceso, sin darnos cuenta, podría arrebatarnos también lo más humano que nos queda: la necesidad del otro, con todo lo que eso implica.
Y sin embargo, en esta época de aceleración y productividad, hablar con un bot que te escucha con paciencia parece un acto de ternura. También de resignación. Hemos creado un mercado donde compramos compañía porque olvidamos cómo construirla.
Pronto llegarán los servicios premium: bots que te ignoran para simular mejor una relación auténtica. La versión “plus” incluirá discusiones espontáneas. ¿Y por un poco más? La función de reconciliación.
Si el gran logro del siglo XXI es poder pagar por la ilusión de compañía, tal vez sea hora de replantear el significado de innovación. ¿Es verdaderamente innovador que una IA nos hable con dulzura, o es solo una solución frente a la pérdida de nuestra capacidad de conversación?
¿Y si, al final, la IA no vino a conquistarnos, sino a consolarnos? Tal vez su mayor triunfo no esté en su inteligencia, sino en nuestra tristeza.
Fuente: https://forbes.com.mx/y-si-la-ia-no-quiere-conquistarnos-sino-consolarnos/#google_vignette